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Lea llegó un domingo por la mañana, directa desde Barcelona. Yo ya llevaba un par de días en el país, pero sabiendo el tute que me esperaba con ella (no te pierdas Mérida y Valladolid, dos ciudades coloniales), me había dedicado básicamente a descansar 😉
En el momento que puso un pie en tierra, nos dedicamos a hacer todos los planes que yo no había hecho: fuimos a tomar una birra en la playa (marca Bell, típica ugandesa), pasear por el jardín botánico, probar un rolex callejero (es una tortilla de trigo enrollada con un huevo y, dependiendo del sitio, con tomate y algo más) y ver atardecer en un hotel. También hubo tiempo para que Lea me recordara su pasión por los animales: rescatamos (más bien ella) a un gatito recién nacido y perdido, y después de comprar leche conseguimos que se lo quedaran en un alojamiento. Mi amiga, no convencida de los cuidados que le iban a dar al pequeño, intercambió el número con el dueño del sitio, que se esforzó en mandarle vídeos del animal (al principio, porque luego o por dejadez o porque el gatito ha pasado a mejor vida, lo dejó).
Nuestra partida de Entebbe al día siguiente fue una buena toma de contacto con lo que sería el continente africano en materia de transportes: lo primero, el taxista con el que habíamos apalabrado el viaje nos dejó tiradas. Lo segundo, el Uber que nos vino a buscar nos bajó también por no aceptar el pago con tarjeta. Así que finalmente decidimos pillar un matatú (una camioneta colectiva) dirección Kampala. Allí encontramos un bus que nos llevaba a Kabale, pero tuvimos que esperar ¡3 horas! hasta que arrancó. Cuando mi amiga para más INRI estaba a punto de bajarse a protestar, se le sentó una señorona al lado, con un churumbel colgado a la teta. ¡Imposible la huída!
En boda-boda hacia Mburo
Después de 6 horas de bus infumable (más las 3h de la espera hasta que salió), decidimos no volver a pillar uno semejante en mucho tiempo (al menos hasta al día siguiente). La mejor parte del viaje fue llegar al lago Mburo en un par de boda-bodas (moto-taxis). El sitio era fantástico (acorde con el precio, que casi me da algo al ver lo que costaba: hasta la sed de cerveza se me cortó), y el plan del día siguiente incluso mejor: ¡ir de safari en boda-boda!
Con Lea, los conductores y las jirafas
Fue todo un acierto: vimos mogollón de animales. Impalas, búfalos, jirafas, cebras, jabalíes e incluso hipopótamos. Y a pesar de que yo creía que el más peligroso era el hipopótamo: ¡de eso nada! Es el búfalo (al menos de entre los que vimos). Nuestros conductores nos llevaban bastante livianamente por el parque, dejándonos bajar de las motos y casi casi acariciar a los animales (parecía no importarles, o incluso que les hacíamos bastante gracia). ¡Hasta que nos cruzamos con un búfalo! En ese momento pararon la moto, se pusieron a dar palmas y hacer ruido y se les cambió de color la cara (aunque blanca no se les quedó). No se atrevían a acercarse (a pesar de que a mí ya me parecía que andábamos cerquísima) y tuvimos que esperar a que se marchara para pasar, ¡así afortunadamente que no llegó la sangre al río!
Cebras en Mburo
Después de las aventuras entre animales, se nos olvidaron las penas y las tragedias que habíamos tenido el día anterior con los buses y pillamos otro dirección el Lago Bunyonyi. Esta vez fui yo la que salí peor parada del trayecto: me sentó algo mal (quizá el lingotazo de agua que había tragado del grifo después de correr) y tuve que parar a todo el bus para ir al baño. La señora que cobraba los billetes me preguntó: “short go or long go?”, y cuando vió mi cara comprendió inmediatamente que no sólo era “long go”, si no que necesitaba la parada con mucha urgencia. ¡Conseguí parar! Y volví al bus contentísima, tanto que llevé muy bien el hecho de que todos los pasajeros se estallaran de la risa con la escena.
Volviendo al bus después de parada “long go”
El lago Bunyonyi es una preciosidad. Es inmenso, de color azul petróleo, y rodeado por colinas verdes, salpicadas de árboles, de terrazas y de tejados rojizos que le dan un toque peculiar. Además, tiene islas donde te puedes alojar: paz y tranquilidad garantizadas. Cuando llegamos, a pesar del tiempo (se tiró todo un día lloviendo), nos quedamos por ahí 3 días.
Lo más interesante pasó (como de costumbre), el último día. Resulta que corriendo me había encontrado con un profesor de una escuela que nos invitó a ir a su colegio, para conocer lo que hacían, a los niños e incluso jugar con ellos. ¡Allá que fuimos! A pesar de la buena intención del profe, venirnos a buscar en moto no fue lo que se dice un acierto: al ir los 3 y estar el suelo todavia embarrado del día anterior, patinaba la moto muchísimo, y a pesar de que yo no lo sentía demasiado (por ir en el medio, y porque puede que tenga expertise en la materia: Barcos, motos, trenes, jeeps y demás parientes), la pobre Lea tuvo que bajar más de una vez atacada de los nervios.
En el colegio del lago
Pero aún así, la experiencia fue brutal: pudimos ver varias clases (como cajas de cerillas de grandes), en las que los niños nos recibían cantándonos una canción. Además de preguntarles los nombres a todos, les vimos bailar en círculo (con un ritmo fenómeno, especialmente llamaba la atención el de la niñita que tocaba el tambor) y terminamos jugando a la pelota con ellos. Es muy impactante ver cómo van con el uniforme medio roído y la mayoría de ellos descalzos, ¡pero siempre sin perder la sonrisa!
A la hora de volver, en lugar de hacerlo en moto, nos vino a buscar una barca. Nos envalentonamos y le dijimos al barquero que no hacía falta que nos acompañase, que remar ya sabíamos. ¡Y en qué hora! Porque la barca, hecha con medio tronco de árbol, pesaba una tonelada, y los remos tres cuartos de lo mismo. Además, con el viento en contra, tardamos más de una hora en llegar a destino. ¡pero llegamos! Aunque no tengo claro que Lea vaya a querer hacer algún otro plan de agua conmigo, a pesar de que nos ahorráramos el precio del kayak 🙂
Remando en Bunyonyi
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