Montaña y playa

5.268K corridos, 596 días viajando

Tras una breve pausa en Santiago 😉 salimos Álvaro (a quién conoces de Vuelo de salida a una isla caribeña) y yo camino a Constanza, una población al sur de Santiago y al norte de Santo Domingo que cuenta con el pico más alto de todo el Caribe, Duarte (3.098m). A pesar de habérsenos quitado de la cabeza la ascensión por las dificultades logísticas (era imposible subirlo sólo en un día y no teníamos tienda de campaña), nos pareció buena idea explorar el entorno montañoso de República Dominicana.

¡Y qué acierto! Además de por la temperatura (ya no me achicharraba corriendo), llegamos a un valle precioso, verde y con montañas nada despreciables alrededor.

Constanza

Dicho sea que llegar allí tampoco fue tan fácil como creímos al principio: después del primer bus, que nos dejó en El Abanico (una pequeña población de carretera), nos pretendimos subir en una segunda camioneta hasta que nos dijeron el precio: 300DOP (unos 5€), ¡carísimo! Claramente se estaban aprovechando de que era domingo y, aunque amenazaban con ser el último recurso, no cedimos al pulso (aún arriesgo de quedarnos tirados en ese lugar). Hicimos panda con unos jovencísimos militares que también tenían que llegar a nuestro destino, con la esperanza de que algún mando alto pasara a recogerlos de una oreja (llegaban tarde). Pero en lugar de eso, encontraron otro transporte que nos llevaba por 200DOP (3€, eso sí que era un precio razonable).

Al llegar nos estaba esperando Melvin en su fantástico Hotel La Fuente. Nos tomamos una cerveza los 3 viendo atardecer (con una sudadera, ¡vivaaaa!) y nos instruyó para hacer algo molón al día siguiente: ir de excursión a la cascada de Aguas Blancas.

El camino fue sencillo (sin mucho desnivel) y precioso (pasamos incluso al valle de al lado: amplio, con plantaciones y vegetación exhuberante) aunque algo largo: ¡17K sólo ida! Y a pesar de que llegamos reventados, el premio fue brutal: una cascada con 2 saltos de agua en los que te podías bañar. Yo estuve conservadora y pasé de agua congelada, y mi primo bajo su punto de vista también lo estuvo: no se tiró directamente a la poza de cabeza, si no que se bañó cautelosamente. A pesar de que no me compró la premisa de “se mide antes de tirarse” (a él le parecía que una medición estimada desde fuera era OK), la temperatura del agua hizo que la idea se le quitara inmediatamente.

Y con lo bien que habíamos hecho la ida, el camino de vuelta fue una desgracia a nivel logístico, pero muy divertido. Para empezar, nos cayó un aguacero tremendo, y tuvimos que refugiarnos una media hora bajo el tejado de un mirador. Compartimos cobijo con 3 chicos que apenas nos dirigieron palabra (ni siquiera cuando les ofrecemos de nuestra comida). Sin darse por vencido (y yo creo que también temeroso de que fuera nuestra última opción para llegar sobre ruedas a Constanza), mi primo les pidió hasta 3 veces que si nos podían acercar de vuelta a Constanza. ¡Y lo consiguió! ¡Qué suerte! ¿O no?

Pues en este caso no tanta: cuando llevábamos apenas 10 minutos de trayecto, pinchamos una rueda delantera. A pesar de acercarnos a pedir herramientas, y contar con casi todo gracias a Álvaro (que fue al que encomendaron los 3 dominicanos la tarea de entrar en el bar de la aldea próxima a preguntar, dónde no habían visto un forastero en su vida), faltaba un matíz: la llave de la rueda de repuesto.

Pinchazo

Tras media hora probando llaves (que por supuesto no funcionaron), uno de los 3 pidió un mazo y se lío a mazazos con el candado. Creemos que no cedió, porque no nos quedamos a ver el resultado: nos quedaban mínimo 15K y se nos iba a hacer de noche. Emprendimos la vuelta y rapidito, porque encima el cielo amenazaba lluvia de nuevo. ¡Pero esta vez sí que tuvimos suerte! Un local con una moto se ofreció a llevarnos hasta el pueblo. ¡Menos mal que somos delgados, y que el tipo era un experto conductor, porque si no, no hubiéramos llegado!

Pero no fue mi última aventura por ahí. El mismo día que nos marchábamos, después de subir al Niño Divino (un mirador cercano desde el que se dominaba todo el valle), nos organizamos para llegar a los transportes que tomábamos: Álvaro dirección Santiago y yo hacia Santo Domingo. Yo dejé en la empresa de transportes mi mochila (previa autorización de la chica del mostrador dónde vendía los tickets) mientras comíamos.

Cuando volví, ya sin Álvaro y dispuesta a abordar el bus, ¡mi mochila no estaba! La chica rápidamente se dio cuenta de que la habían embarcado en el autobús anterior. Llamaron y me dijeron que el bulto me estaría esperando en una población de camino. A pesar de que la dí por perdida, decidí confiar hasta la población en cuestión para trazar un plan B (por pereza o inconsciencia).

Y efectivamente, la mochila me esperaba en una frutería de ese pueblo. Pasamos (todo el bus) a por ella, y dado el susto, al final del trayecto me llevaron a la parada donde debía conmutar. ¡Ni tal mal!

Playa de Bayahíve

Pero fue un día ciertamente agridulce: llegué a La Romana, pero no conseguí tomar el útimo bus a Bayahíve (el pequeño pueblo que me había propuesto como destino final). Tuve que coger un taxi (¡un taxi!) hasta allí. Bueno, al menos fue compartido.

Sol, playa caribeña y calor, mucho calor. Eso fue lo que me esperaba en Bayahíve. Me encantaron esos días de relax por ahí, en los que me alojé en una auténtica casa colonial (en la que alquilaban habitaciones). Además, de premio una de las rutas que corrí terminó en una cueva fantástica: la Cueva del Puente. En ella me adentré sin mucha confianza y alumbrada por la linterna del móvil (creo que es lo más parecido a miedo que he pasado en tiempo), y terminé siguiendo una luz que me llevó a una salida (por eso se llamaba Cueva del Puente, aunque hubiera sido más apropiado el nombre Cueva del Túnel). ¡Si al final República Dominicana, además de playa me está regalando naturaleza inesperada!

Cueva del Puenta

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