El desierto colombiano: provincia de La Guajira

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Pasé literalmente de la vida de cócteles y restaurantes caros a la vida sin agua corriente ni electricidad… Y no me refiero a cuando dejé el mundo de la banca para hacerme mochilera (que también), me refiero a la última semana: cuando pasé de la provincia de Cartagena a la de La Guajira.

Llegué en bus nocturno (volviendo a mi ser), a Ríohacha, dónde me tocó agarrar un transporte colectivo hacia Uribia. En Uribia Waldo, un ecuatoriano buenrollista y nómada digital, me rescató cuando estaba negociando mi transporte hacia Cabo de La Vela (a pesar de contar con webempresa como patrocinador, no puedo evitar ahorrarme hasta el último céntimo) y me ofreció el suyo: le recogía una conocida.

La conocida en cuestión, Rosa, era líder de una de las comunidades Wayuu (una de las etnias de La Guajira). Aunque a Waldo y a mí nos costó un poco entender su misión por allí 😉 lo que nos quedó claro a la perfección fue que Rosa allí era importante: íbamos hacia el Cabo de La Vela en carro blindado y con el chófer/guardaespaldas armado (llevaba una pistola en el cinturón).

Llegamos a lo que sería nuestra casa por dos días mediante la recomendación de Rosa: el hospedaje de Tocino (que tenía muy acertado el apodo). Tocino, además de excelente cocinero (nos zampábamos un pescado cocinado por él y recién sacado del agua todos los días mientras estuvimos por allí), se desvivía por cuidarnos: nos colgaba hamacas para que descansáramos y nos guardaba todo lo que dejábamos fuera de la habitación (zapatillas incluídas). Pero haciendo honor a la verdad, su alojamiento era un poco precario: sin electricidad, sin agua corriente (para ducharse había un cubo de agua de mar a disposición, eso sí) e incluso sin puerta en el baño. Fue tan mala la primera noche, entre el calor y los mosquitos, que Waldo y yo, nos despertamos con la idea de no pasar más tiempo allí. Pero las mieles culinarias de Tocino y sus cuidados, junto a que somos unos tíos fieles y resistentes hicieron que nos quedáramos otra noche más 🙂

Bueno, fue eso y que el paisaje y los atardeceres (y amaneceres, porque como no había quién descansara me ví 2 seguidos) allí eran espectaculares. Me recordaba mucho a las películas de África y de la sabana que he visto, principalmente por la vegetación, por la estructura de las casas (hecha de adobe y de alguna especie de bambú) y por el poblado dónde vivíamos.

En el primer paseo que nos dimos por la playa Waldo y yo, nos encontramos a un niño que a partir de entonces sería nuestro guía incondicional. Nos enseñó los puntos de interés y nos acompañó todas las veces que nos vió por allí. Claro que el hecho de invitarle a él y a su amigo a cenar pizza con nosotros creo que fue una de las claves para que fuera todo el rato al lado nuestro 😉

Con Waldo y nuestro amiguito

En El Cabo de La Vela, además de los paisajes insólitos y de los colores del lugar, ví más pobreza de la que había visto en Colombia (y yo creo que en todo América). Los niños saltan a la carretera (si se puede llamar carretera a la pista que comunica Uribia con El Cabo de La Vela) para pedirte agua o galletas, y puedes deducir por las fachadas de las casas en las condiciones que vive todo el pueblo (empezando por Tocino).

De ahí partí rumbo a Palomino, otro pueblo de La Guajira. La odisea de llegar también fue considerable, ya que por ahorrar unos pesitos agarré más de un transporte local 😉 Pero me encantó el hostel al que llegué, Hostel Corazón de Tagua. El sitio contaba con un jardín súper acogedor y la vibra de la gente era muy molona. Menos mal, ¡porque el primer día no paró de diluviar!

Al día siguiente, al correr ví como gente llevaba flotadores gigantes debajo del brazo río arriba. Más tarde me enteré que iban a hacer tubing, una actividad que consistía en bajar el río precisamente montado en ese flotador. ¡No me perdí la experiencia! Es exactamente como suena: un cómodo método para ir río abajo 🙂

Corriendo por Palomino

Y otra actividad que tampoco me quise perder fue ir a ver flamencos. Para ello, en lugar de contratar una excursión organizada, me la monté yo por mi cuenta. Tras un bus y una caminata, logré llegar dónde salían los botes. Apañé por 30.000COP (unos 6€) que me diera un paseo un local en su barca. Fue una experiencia estupenda, con un atardecer espectacular. Eso sí, ví todo tipo de aves (garzas y pelícanos entre ellos) pero flamencos… ¡Ví 3 y muy de lejos!

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