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Después de los días de turista que me había calzado de crucerito por el Nilo, e incluso en el propio Cairo, pensé que mi destino ideal sería Dahab. Tenía pinta de ser de los sitios que tienen buena onda y te atrapan, por lo que había leído y me habían contado otros viajeros. Así que partí rumbo a la península de Sinaí, dónde entre otras cosas, me habían contado que se buceaba mucho. ¿Sería una segunda parte de lo que me pasó en Utila, Sweet Utila?
Para variar, llegué en un bus nocturno acordándome de lo bien que viajaba en los sleeping buses en India: aquí en Egipto me bajaron del bus ¡2 veces! a mitad de la noche (a mí y a todos mis compañeros) para revisarnos nuestros equipajes; y otras ¡2 veces! diferentes nos pidieron el pasaporte. Así que dormir, lo que se dice dormir, no dormí mucho…
Pero dí con un sitio perfecto para pasar unos días allí: Deep Blue Divers Dahab. Un club de buceo con alojamiento, cocina y un par de terrazas molonas. ¡Perfecto! Después de instalarme, fui a correr pegadita a la costa, y me di cuenta de lo que echaba de menos tener al mar al lado 😉 La verdad es que soy mucho más de montaña que de playa, pero cada vez que llego a un sitio costero y con buen rollo, ¡anda que no me quedo tiempo!
Corriendo por Dahab
En el club de buceo era además muy fácil entablar relación con la gente: había yoga guiado por un francés, Ahmet; y también estaban muy dispuestos una pareja de holandeses (Yoran y David), junto con un inglés (Sam) a correr conmigo. ¡Nunca había tenido tanto éxito el running mañanero! Como además hacía buen tiempo, era agradable pasear por la tarde o incluso buscar una tumbona para tomar el sol después de tanto estrés de la vida de turista 🙂
Conocí también en el hostel a Sam (otro Sam), un viajero canadiense con el que hice una ruta en bici por los alrededores de la city. ¡Encontramos incluso un cañón por allí! Eso sí, el viento casi nos hace perder el equilibrio más de una vez… Porque si algo tenía Dahab era viento (además de buena vibra y mar).
En el cañón de Dahab
Además, conocí en una cena a Irati y a Daniel, artesanos española y salvadoreño que tenían el puesto cerquita de la playa. Rápidamente congeniamos, y preparamos para el fin de semana un planazo: ir a St. Catherine a subir el Monte Sinaí (¿tras los pasos de Moisés?).
Pero fue justo antes de partir rumbo a St, Catherine cuando tuve un encuentro inesperado. Subí a ver el atardecer a uno de los miradores cercanos, y de nuevo (me pasó el día anterior lo mismo), no llegué a verlo :S Pero lo que sí que encontré en la cima de esa colina fue compañía: allí habían llegado también Chris y Andrei, belga y ucraniano, el primero asentado en Dahab desde dónde teletrabajaba y el segundo invitado en su casa con Danka, su novia (también ucraniana). La conversación comenzó con una pregunta que me encanta responder: ¿y a tí qué historia te trae por aquí?
Como nos supo a poco aquél momento, después de contarnos un poco nuestras historias (lo que dió de sí la luz) y echarnos unas risas, decidimos (más bien me invitaron) a pasar por casa de Chris a tomar un té. ¡Me lo pasé genial ese rato, y no sólo porque me dieran de cenar, que también! En ese momento no sabía que no sería la última vez que pasaría por allí 🙂
Y llegó el momento de partir a St. Catherine. Al final se terminó organizando una expedición de 8 personas: Irati y Daniel, Sam (el candiense), Sam (el inglés), Yoran y David, Lilly (una americana que viajaba y se dedicaba a hacer tatuajes), y yo. Tras una hora y media de microbus, llegamos a nuestro campamento beduino.
Nos recibieron con un té (gratuíto) y nos enseñaron las instalaciones: nuestras habitaciones, el espacio que tenían de reunión (con alfombras y hueco para una hoguera) y la cantina. El sitio era muy auténtico, sobre todo por el outfuit de los que por allí circulaban: túnicas blancas, sandalias de cuero y pañuelos blancos y rojos en la cabeza.
Atardecer en el Monte Sinaí
Decidimos subir al Monte Sinaí, de 2.285msnm, a las 14h para ver atardecer arriba. El camino, que nunca dejaba de subir y terminaba con unas escaleras, costó lo suyo, pero tuvo un merecido premio: las vistas desde arriba eran imponentes. Las montañas que se veían tenían un color rojizo, y eran abruptas. Recordaban bastante a los paisajes de Capadoccia (no te pierdas cuando los descubrí, en Vuelven mis chicas, esta vez a subir en globo, ¡bieeeeeen!). La bajada la hicimos en parte con los últimos rayos de luz y en parte gracias a la luz de la luna. Si no bubiese sido por el frío que hacía a última hora…
Llegamos al campamento exhaustos y hambrientos (habíamos malcomido lo que habíamos traído en la mochila), así que recibimos la cena beduina con mucha expectación. Una sopa de lentejas, y un plato combinado de carne, arroz y verduras asadas. Todo con ensalada, humus y té al final.
Después de cenar nos quedaban pocas fuerzas, pero alguna sí para estar un rato en la lumbre. Nos animamos a pedir un par de tés más, ya pensando que todos eran gratuítos 😉 aunque Dani bien avisaba de que nos los cobrarían al final seguro 😉 Pero decidimos pedir muchos pensando que así o nos recordaban que eran de pago, o no nos los cobraban.
Al día siguiente, después de pagar (la habitación y los muchísimos tés, porque por supuesto fueron de pago), organizamos una marcha a unas cascadas. La ruta, a pesar de ser más fácil que la del día anterior, fue también muy bonita, con paisajes parecidos. Lo que fué un puntazo es que el guía beduino, al llegar a la cascada (que no llevaba mucha agua, por cierto), se hizo un té improvisado (y gratuíto) que nos supo genial al solete. ¡Lo pasamos estupendamente ese par de días por St. Cathernine!
Parte del grupo de St. Catherine
Y a la vuelta, cuando estaba dudando entre irme al Canal de Suez o quedarme en Dahab, se me iluminó la mente cuando Chris me escribió y me invitó a quedarme en su casa, que tenía espacio. Me lo había pasado muy bien el ratito que había estado con ellos, así que, ¿por qué no?
Y acerté 🙂 Nada más llegar, compartimos unos dulces y unas risas: preludio de que iría bien el tiempo por ahí. Al día siguiente volvimos a ir a las montañas donde nos encontramos, y allí Chris me enseñó a hacer malabares en 20′ (aunque creo que me queda mucho por practicar). Por la tarde fuimos a una meditación colectiva muy divertida, cuya temática era “el niño que llevas dentro”. Me eché unas risas tremendas, sobre todo por ver cómo se reía la persona que la guiaba.
Además, esa misma tarde también fuimos a medirnos cómo jugábamos al ping-pong. Es una pena que no pudiera poner de excusa que estaba a punto de ponerme mala, pero la verdad es que Andrei me ganó hasta con la mano izquierda.
Lo que sí que fue una pena es que me subiera la fiebre y no pudiese estar al 100% (no tenía fuerzas ni de correr). Pero bueno, bien mirado, fue una suerte poder contar con un buen sitio para estar enferma (muchísimo mejor que un hostel), y sobre todo buena compañía y cuidados. ¡Gracias Chris por ser tan buen anfitrión!