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Mucho me parecía que me estaba librando del maldito virus… claro que, cuando me pilló, lo hizo con todas las de la ley :S
Una vez aterricé en Panama, decidí coger un bus en dirección al Valle de Antón. Para ello tuve que agarrar pimero un bus urbano en el aeropuerto, con las medidas Covid-19 más estrictas que había visto a la fecha: para viajar en transporte público te obligaban a además de mascarilla, a llevar careta. Y no contentos con eso, por todas partes te recomiendan el uso de doble mascarilla (claro que, dado cómo estaba yo, cualquier medida era poca). Después del bus y de atravesar Panama City en más de dos horas, pude tomar el interurbano que me llevaría al Valle de Antón.
En ese momento sabía que los buses (y más los largos) me mataban porque andaba convaleciente. Lo que no sabía es que en mi cuerpo el Covid-19 estaba ganando la batalla. Me encontraba cansada, y había perdido ya el olfato y el gusto, pero aún podía salir a dar paseos y no sentía más que un tremendo cansancio. Eso sí, llevaba sin correr más de 5 días (raro, raro, pero no tenía fuerzas).
Cuando me moví dirección Boquete, a sabiendas de que era un largo camino, no me esperaba lo que pasaría. Salí pronto por la mañana, con intención de cambiar el bus en Las Uvas. La primera transición fue bien, y conseguí tomar en Las Uvas (que era un apeadero de carretera) otro bus dirección a Santiago. Una vez allí, cambié de bus y cogí otro (camioneta pequeña esta vez) hacia David, donde debería haber llegado unas 4h más tarde. Pero no fue así: tras un par de horas avanzando, el bus se paró debido a que había “una tranca” (cortaban la carretera por manifestaciones). Y cuando por fin conseguimos avanzar, ¡otra tranca! Y ésta duró toda la noche. Cuando por la mañana llegué a David y cogí mi último transporte a Boquete, mi cuerpo no aguantó más: empecé a vomitar (suerte que llevaba una bolsa de plástico) y ya no paré.
Las escenas que monté fueron dignas de una peli de terror: vomitaba sin parar por la calle, y apenas llegué al alojamiento, me empezó la diarrea. Y dado que llevaba convaleciente unos días, y como había perdido hace tiempo el gusto, no es que tuviera muchas reservas… Así que me ganaron el pánico y la desesperación y decidí llegarme como pude al centro de salud.
Una vez allí, lo primero que me hicieron es una vía y enchufarme suero. Yo creo que medio deliraba y me entró un frío tremendo. Eso acompañado de que no estaba muy vigilada hicieron que, literalmente me arrancara la vía y me escapara del centro, con la esperanza de poder arroparme en mi hostel. Poco me importaban las consecuencias (por algo estaba delirando), y poco pensaba en los días siguientes (probablemente porque no pensaba que fuera a haberlos).
Por la noche llamaron a mi puerta: a la encargada del hostel la habían llamado las enfermeras para que volviera a hacerme la PCR. Pero me debió ver tan mal que intercedió por mí y consiguió que no hiciera falta que me personase por el centro de salud hasta el día siguiente. Cuando amanecí (bastante mejor, pero era fácil dado cómo lo había pasado la noche anterior) fui al centro, donde me esperaban los médicos para hacerme la prueba. Sorprendentemente no estaban enfadados (aún así yo me disculpé numerosas veces), y además de meterme el incómodo palito por la nariz, me dieron una bolsa de medicinas y me prohibieron salir del hostel hasta nueva orden (hasta los resultados).
Las noticias no llegaron hasta 2 días más tarde. Era positivo. Y a raíz de ello, no me podía quedar en el hostel donde había pasado mis últimas noches (no querían Covid-19 en sus habitaciones). En el centro de salud me ofrecieron llevarme a David a un albergue Covid-19, que a pesar de las indicaciones de la doctora (que tenía WiFi, que era nuevísimo y gratis), a mí no me gustó un pelo cómo sonaba. Me puse inmediatamente a buscar alternativas, pero en ningún alojamiento me aceptaban con el virus. Cuando ya casi no parecía quedar otra que probar suerte en el albergue, y lo único que esperaba era noticias de la embajada y de mi seguro (con los que me puse en contacto para valorar mis opciones), surgió una bendita posibilidad: un enfermero me ofreció llamar a un amigo suyo que alquilaba una casa.
¡Y me la alquiló! ¡Menos mal! Además, Arturo tenía una casa estupenda que me dejó al más que razonable precio de 40$ día. Yo en ese momento no sabía cómo era la casa, ni lo bien que estaría allí, ni que al final el seguro se haría cargo del gasto, pero sí que sabía que era mi último recurso antes del albergue Covid-19. ¡Bendita solución!